Encarnó el frasco de las esencias cinematográficas de la sociología española de los años cincuenta y sesenta pero asimismo el talón de Aquiles de una censura por cuyos intersticios supo colarse con sarcasmo, agudeza humorística y finísima ironía. La puesta en serie de sus películas escapaba a las componendas analíticas de los lápices rojos. Al alcance de los porfiados censores. No es que sus expresiones fílmicas registraran un exceso de labia intelectual pero sí demasiada mili en la argumentación, en el engranaje del guión, en la ducha sabiduría de la doble lectura (toda una suerte de teoría de la denuncia social agazapada bajo la remesa de la coherencia surrealista). Diseccionaba la realidad de posguerra aparcando a priori cualquier sesgo de postura maniquea. Ni siquiera cainita. Desnudó el pragmatismo de nuestras miserias al socaire del remoquete de la carcajada. Luis García Berlanga renacía descomunal en el ínterin de la escritura de los diálogos. Cada frase a modo de aseveración senequista popular. Por su rizosa barba blanca escalaban las retóricas de lo inadvertido, los triángulos escalenos de la evasión española cuando la hambruna todavía hacía mella en los estómagos de la gente del procomún. Erótico y fetichista, agudo y original, mano diestra para el retrato hispano, Berlanga zigzagueó por las mientes de quienes supervivían al costadillo de un país gris y monótono. ¿A la fuerza ahorcan? Sacó de toriles una brizna de ingenio y una astilla de talento mientras esperaba a puerta gayola las embestidas del oscurantismo ibérico. Y llegó, vio y venció en la dialéctica de la ética visual. Porque sus obras rezumaban autenticidad y porque el cine, en efecto, es pura traslación y extrapolación y significación de la verdad.
Marco Antonio Velo, socio de ASECAN
Texto publicado originalmente en su blog, Diario inconfeso
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